Una de las partes más frustrante de la aceptación es la etapa del regateo. En la negación, hay felicidad; en la ira, alguna sensación de poder. En el regateo vacilamos entre el creer que podemos hacer algo por cambiar las cosas y el darnos cuenta de que no podemos hacerlo.
Podemos alzar en alto nuestras esperanzas una y otra vez, tan solo para que nos las destrocen.
Muchos de nosotros nos hemos volteado al revés para tratar de negociar con la realidad. Algunos de nosotros hemos hecho cosas que parecen absurdas, en retrospectiva, una vez, que hemos logrado la aceptación.
“Si trato de ser una persona mejor, entonces esto no sucederá.... Si me veo más bonita, si tengo la casa más limpia, si bajo de peso, si sonrío más, si me dejo ir, si me aferro con más fuerza, si cierro los ojos y cuento hasta diez, si me desgañito gritando, entonces no tendré que enfrentar esta pérdida, este cambio.”
Hay historias de los miembros de Al-Anón acerca de intentos de regateo con el beber del alcohólico: “Si tengo la casa más limpia, el no beberá... Si la hago feliz comprándole un vestido nuevo, ella no beberá... Si le compro a mi hijo un coche nuevo, dejará de usar drogas”.
Los hijos adultos de alcohólicos también han regateado con sus perdidas: "Quizá si soy el hijo perfecto, mi mama o mi papa me apoyaran en la forma como quiero que lo hagan". Hacemos cosas grandes, pequeñas y regulares, a veces cosas locas, para resguardarnos del dolor que implica aceptar la realidad para detenerlo o para ahogarlo.
Aceptar la realidad no tiene sustituto. Ese es nuestra meta. Pero en el camino, podemos tratar de hacer un trato. Reconocer nuestros intentos de regateo por lo que son -parte del proceso de duelo- ayuda a que nuestras vidas sean gobernables.
"Hoy me daré a mi mismo y a los demás la libertad para experimentar completamente la pena por las perdidas. Me haré responsable, pero me daré permiso para ser humano".
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